Algo más que un festival de artes escénicas y tradición popular, me dice el colibrí que revolotea entre las flores. Entre amigos y artistas varios aparecen los espectros de los días felices. Nueve días que saben a poco, a mucho.
Entre los calores del día, el frescor de la noche y los vientos de agosto, corren como el agua de los arroyos que cae a la umbrosidad de los bosques, bandas de gaitas, payasos, poetas soltando su carga afectiva vinculada a la palabra, danza, el tecnochotis de Rodrigo Cuevas, que loco nos volvió con el monstruo informe que ya es fiebre de carnal deseo, Cuentacuentos, pianistas, orquesta de Rivadabia, tangos, historias erótico festivas, coros populares y churrasco de comida fraternal.
Todo se despliega en días que se abren y se cierran con la frescura de lo espontáneo organizado. Todo terminó con el conjuro evocativo a la tierra celta y la pócima mágica de la queimada, bebida y bailada entre amigos.
De vuelta a casa ya estoy pensando la pregunta que haré a quien me interrogue:
– ¿Dónde has estado?
-¿¡ Y a Artealdea no has ido nunca!?- responderé.
Pero quizá sea una pregunta incompatible con el espíritu del festival. El lugar donde se realiza, Piñeiro de Areas, es una aldea de quince habitantes y casas de piedra situadas en la ladera de un monte. Hasta hace poco conservaba sus callejuelas empedradas, hoy la tosca pavimentación cubre pasos de siglos, pasos que abrillantaban a las piedras en un remedo de estrellas caídas y pétreas, en un paraje del Concello de Covelo.
Y es que “Las vidas son como los caminos rurales, una vez que se asfaltan es difícil que vuelvan a oler a melancolía”.
Sí, no es lugar para eventos ensuciadores y etílicos, ni para rutas del bacalao ¡Aturde la confusa gritería que se levanta entre la turba inmensa! Que es sitio de colaborar y compartir afectos escondidos entre armaduras orgánicas que nos defienden de la batalla de la vida y el ritmo urbanita. También, como no, se reproducen los defectos que arrastramos, nuestras perezas y omisiones en las labores de colaboración. Y es que no hay paraísos, pero sí oasis donde brilla lo bueno que portamos.
El espacio estuvo ocupado de luz, aunque otros años la niebla y la lluvia lo visita. Artealdea crea un tiempo, nos lo da como una ocasión fuera de lugar, pero muy palpable y tocable, donde nos divertimos y trabajamos, donde se anda –inolvidables excursiones y correrías de recreo y ejercicio por los alrededores-, donde se limpia la mirada, y otras cosas, en las pozas de los riachuelos, se abre la puerta de la imaginación para realizar lo pensado Para llenar el mundo basta a veces un pensamiento.
De esta manera lo hace Luis Alberto García Tejedor, insólito director del Festival, que un día decidió subir a las alturas de Piñeiro con su carga de artista a las espaldas. De su mochila sacó un festival que ya va para diez años, producido de modo cabal y caótico pero siempre, siempre, con el deleite infundido de los que persiguen algún ideal.
Así pasé estos días, instintivamente asimilando cuanto había en lo exterior e interesado de modo excepcional en los claroscuros de luz y cuerpos, metáforas de ángeles y gusanos, en las pestañas de hojas pintadas de verde intenso abriendo y cerrando esclarecimientos de personas, imágenes y sonidos.
En fin, un despliegue de artistas en las alturas de la braña y las bellotas de los robles.
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